La amargura era un manto pesado que cubría a Lee Jae-hyun, pero bajo esa capa de gélida resignación, el instinto de supervivencia de un depredador corporativo nunca había muerto por completo. Aunque su corazón estaba hecho trizas y su mente plagada de arrepentimientos por Ji-woo, el CEO del Grupo Haneul seguía siendo un estratega nato, un hombre que había sido moldeado para detectar debilidades y amenazas. Las acciones de Haneul seguían fluctuando. Los inversores estaban inquietos, y la junta directiva, en lugar de mostrar apoyo incondicional a su líder, parecía más dividida que nunca. Lee Jae-hyun notaba las miradas furtivas de su tío, Lee Kwang-ho, y los susurros apagados después de las reuniones. La aparente pasividad de Kwang-ho era, de hecho, una señal de su movimiento más agresivo. Su tío era un tiburón, y el olor de la sangre corporativa estaba en el agua. Una noche, mientras revisaba los informes de auditoría interna, algo no cuadró. Había una serie de transacciones inusuales,