El aire en la oficina principal de Lee Jae-hyun, en la cima de la Torre Haneul, había cambiado. Ya no era un mausoleo de amargura, sino un bunker de estrategia, un centro de mando donde cada movimiento era calculado con precisión quirúrgica. La desesperación había sido purgada, reemplazada por una determinación tan fría y afilada como el filo de una katana. Sus ojos, que antes reflejaban un vacío abismal, ahora brillaban con una intensidad intelectual, un fuego glacial que prometía represalias. Jae-hyun ya no se limitaba a reaccionar a los ataques. Había pasado a la ofensiva, pero de una manera que sus enemigos, acostumbrados a su poder directo y a veces predecible, no esperaban. Su nueva arma no era la fuerza bruta, sino la sutileza, la astucia, la manipulación discreta de los hilos invisibles que movían el chaebol. Su primera tarea fue asegurar su propia fortaleza. A la mañana siguiente de su descubrimiento, convocó a su equipo legal de confianza y a un par de auditores externos, ba