La mañana siguiente a la publicación de la foto clandestina amaneció como una bofetada helada. La promesa de la luz del sol se ahogó bajo un cielo plomizo que parecía reflejar el ánimo de la ciudad. Kang Ji-woo se despertó con un nudo en el estómago, un presentimiento gélido que se había instalado en ella desde que vio la imagen granulada en su móvil. El aire de la Torre Haneul, usualmente vibrante con la energía de la ambición, ahora zumbaba con una electricidad malsana. Los murmullos eran un torbellino invisible que la rodeaba. No eran los chismorreos habituales de oficina, sino susurros cargados de juicio, de morbo, de una curiosidad depredadora. Las cabezas se giraban discretamente cuando pasaba, los teclados se silenciaban abruptamente, y las sonrisas forzadas se desvanecían en miradas de desdén o de una compasión teñida de superioridad. Ji-woo sentía cada una de esas miradas como un pinchazo, cada susurro como una bofetada. El café en su taza humeante no podía calentar la sensac