El aire en la oficina de Lee Jae-hyun se volvió denso, casi irrespirable, cargado con el peso de la autoridad inquebrantable de Lee Mi-sook. Su voz, que en el capítulo anterior había sido un siseo peligroso, ahora se había elevado a un tono de comando, reverberando en el espacio de cristal y acero. Su mirada, inicialmente dividida entre la pantalla de su teléfono y su hijo, se fijó con una intensidad gélida en Kang Ji-woo, que se sentía más pequeña que nunca, como un insecto atrapado bajo una lupa ardiente. “¡Cállate, Jae-hyun!” espetó Mi-sook, su mano levantada en un gesto imperioso que silenciaba cualquier intento de su hijo de interceder. Sus ojos, oscuros y brillantes, eran pozos de desprecio puro mientras se clavaban en Ji-woo. “Tú. Acércate.” La orden no era una petición, sino un mandato, un decreto real. Ji-woo sintió que sus piernas se convertían en gelatina, pero la inercia del miedo la obligó a dar unos pasos temblorosos hacia adelante. Cada fibra de su ser gritaba que corri