La noche caía con un aire húmedo, como si el mundo entero conspirara en silencio para sofocar los sonidos. En las sombras del jardín, detrás de los setos y en el límite donde la calle se volvía un pasillo oscuro, Diego observaba. Su respiración era lenta, controlada, pero sus manos temblaban, no por miedo, sino por la furia contenida que le recorría las venas.
Llevaba semanas colándose en ese residencial. Sabía cuándo las luces se apagaban en cada casa, cuándo los autos regresaban del supermercado, cuándo el perro del vecino de la esquina dejaba de ladrar. Y aún así, esa noche, todo le parecía distinto.
Había movimiento. Hombres que no reconocía, que patrullaban la zona con pasos medidos. Vehículos que no pertenecían al vecindario, estacionados en esquinas estratégicas. Diego sonrió para sí, con los labios apretados. “El flacucho se está poniendo nervioso”, pensó. Y esa idea le provocó tanto placer como irritación.
Se arrastró un poco más cerca, agazapándose detrás de un muro bajo, ap