La luz del amanecer entraba tímida por las persianas del hospital, bañando las paredes en un resplandor dorado que parecía ajeno a todo el dolor que ahí dentro se acumulaba. Julian llevaba horas sin dormir, sentado al borde de la cama, con los dedos entrelazados con los de Kira, observando cómo dormía. Cada movimiento de su pecho, cada respiración, le resultaba vital. No había paz en su rostro, solo una calma tensa, como la de alguien que, incluso dormida, lucha por mantenerse aferrada a la vida.
Julian apoyó la frente contra la mano de ella y cerró los ojos un instante. No rezaba, nunca había sido de los que imploran al cielo, pero ahora, en silencio, rogaba a lo desconocido que se la dejara. Recordó el eco del latido que habían escuchado la noche anterior en la ecografía, ese tambor diminuto, vibrante, que había hecho que todo dentro de él se derrumbara y se reconstruyera de golpe. Su hijo estaba ahí. Su hijo vivía dentro de ella. La emoción había sido tan intensa que por un segundo