Julian caminaba al lado de Leo, ambos con café en mano, mientras recorrían una calle menos transitada del distrito artístico de la ciudad. Habían visto ya cinco locales, todos elegantes, modernos, pero cada uno más ostentoso y caro que el anterior. Julian no estaba convencido. Su idea no era abrir una galería para millonarios pretenciosos, sino un espacio donde el arte pudiera sanar, tocar almas, y ser accesible.
—No me gusta —dijo Julian al salir del siguiente local. Miró a Leo de reojo—. Esto no es lo que quiero. No es el tipo de arte que quiero promover.
—Entonces, ¿qué quieres? —preguntó Leo, curioso.
Julian se detuvo, pensativo. —Algo más íntimo. Más humano. Con Zoey me hablaste de Kira… de su arte. Pensaba que tal vez… podríamos adaptar parte de mi estudio en casa para que ella pinte ahí. Tal vez, si acepta, incluso podría dar clases a niños.
Leo lo observó con una mezcla de sorpresa y sonrisa. Sabía lo que ese tono significaba. Julian no lo decía, pero estaba invirtiendo emocio