Marcus seguía clavado frente a la incubadora, como si sus pies se hubiesen enraizado al suelo. Afuera, las luces de neón del hospital parpadeaban en la madrugada, pero él no tenía noción del tiempo. Podría haber pasado un minuto o una eternidad desde que escribió aquellas dos palabras en el cuaderno: Mi hija.
El leve pitido de las máquinas lo mantenía en un estado hipnótico. El pequeño cuerpo de la niña, apenas más grande que sus manos, respiraba con ayuda de tubos diminutos que parecían frágiles, pero que eran la línea entre la vida y la muerte. Marcus nunca había temido tanto por algo. Nunca había sentido esa mezcla de fuerza y vulnerabilidad a la vez.
La puerta del pasillo se abrió de go