La habitación estaba tranquila, bañada por una luz suave que entraba desde la ventana. El sonido de las máquinas era apenas un murmullo de fondo, ya no una alarma constante como días atrás. Kira estaba recostada, con el semblante aún frágil, pero sus mejillas volvían a tener algo de color.
Julian permanecía a su lado, sentado en la orilla de la cama, tomándole la mano con la misma devoción con la que un náufrago se aferra a un salvavidas. Su pulgar recorría el dorso de la mano de ella en círculos lentos, como si quisiera tatuar en su piel la certeza de que estaba ahí, de que no se iría.
—El médico dijo que el bebé está bien —recordó Kira, con una sonrisa pequeña, temblorosa pero real.