Richard Blackthorne cerró el portón de su despacho con un golpe calculado. La pesada puerta de caoba dejó atrás a los asistentes, y el silencio de la sala lo recibió como un bálsamo. Encendió un puro, lo sostuvo entre los dedos y aspiró el humo con el aire de un hombre que acababa de ganar una partida importante.
Sobre el escritorio, los reportes de Migración lo esperaban como trofeos. Se sentó en la silla de cuero y pasó lentamente las páginas: cada detalle de la visita, cada anotación de los agentes sobre la actitud de Kira, el nerviosismo visible, la resistencia a cooperar hasta que llegara Julian. Lo leyó como quien degusta un vino caro, saboreando cada línea.
—Ahí está —murmuró—. La grieta que necesitaba.
No necesitaba pruebas sólidas de fraude matrimonial; lo que quería era debilitar. Hacer que Kira sintiera el filo de la amenaza en la piel, que Julian comprendiera que su vida podía volcarse en un instante. La presión psicológica era más efectiva que cualquier sentencia. Y él, R