La noche había caído suavemente sobre la casa, envolviéndola en un halo de calma que parecía casi irreal. Desde la habitación, Kira escuchaba el murmullo lejano de la ciudad, el crujido de las ramas al golpear la ventana y la respiración de Julian, tendido a su lado. Pero ese sonido, que solía tranquilizarla, ahora le traía más preguntas que paz.
Él estaba de espaldas, con los ojos abiertos en la penumbra, creyendo que ella dormía. El brillo dorado de sus pupilas apenas reflejaba la luz tenue de la lámpara apagada. Y en ese silencio denso, Kira supo que había algo que no le decía.
Se removió despacio bajo las sábanas, colocándose de lado para observarlo. El peso del vientre la obligó a moverse con cuidado, y al hacerlo, Julian volteó. Fingió sorpresa, pero ella lo conocía demasiado bien: había tensión en su mandíbula, en la rigidez de sus hombros.
—¿Pasa algo? —preguntó Kira en voz baja, como si no quisiera despertar la noche.
Julian forzó una sonrisa.
—Nada… estaba pensando.
—Me está