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CAPÍTULO 9: La jaula de cristal

KELYRA

El primer sonido que escuché fue el eco de mi respiración.

Después, el susurro del viento chocando contra los muros invisibles que me rodeaban.

El aire tenía un sabor extraño. A eternidad y encierro. A rosas muertas y metal oxidado. Abrí los ojos, lentamente, con la sensación de que algo en mí ya no me pertenecía.

La habitación era inmensa y luminosa… pero de una forma enferma. El suelo era de mármol blanco, tallado con runas antiguas que no reconocía, y las paredes... eran de cristal. De un cristal pulido tan perfectamente que no podía distinguir si lo que veía era el exterior o un reflejo deformado del interior.

La torre flotaba suspendida en medio de la nada. Más allá de los muros transparentes, se extendía un paisaje imposible: un bosque negro con árboles de hojas plateadas que se movían sin viento. Un cielo sin estrellas, solo nubes oscuras que se retorcían como serpientes dormidas. No había sol. Ni luna. Ni tiempo.

Solo yo.

Y la jaula.

Mi cuerpo temblaba. Me sentía débil. El sello en mi espalda ardía, palpitando como si tuviera voluntad propia, como si me recordara con cada latido que ya no era libre. Aun así, me puse de pie.

Derrumbada, pero no rota.

Y entonces la escuché.

—No deberías estar aquí.

La voz venía de un rincón de la torre que yo juraría vacío hacía un segundo. Giré con brusquedad, el corazón disparado.

Allí, sentada sobre una silla tallada en cristal negro, había una joven de cabello cobrizo.

Pálida. Hermosa. Muerta. O al menos… algo en ella olía a tumba.

Sus ojos eran de un azul profundo, tan vívidos como si ocultaran océanos enteros, pero sin vida detrás. Llevaba un vestido antiguo, de encaje blanco, sucio por los bordes, como si hubiera caminado siglos sobre el mismo dolor.

—¿Quién eres? —pregunté, con la voz rota.

Ella me observó con una tristeza tan perfecta que me dolió mirarla.

—Fui como tú. Una prometida. Una elegida. Una prisionera.

Mi garganta se cerró.

—¿Lucien… te trajo?

Ella asintió, pero su mirada se desvió hacia el horizonte, como si recordara algo que aún la atormentaba.

—Fuimos muchas. Algunas vinieron con amor. Otras, como tú, con rabia. Pero todas… terminamos iguales.

Me acerqué un paso, con las piernas temblorosas.

—¿Y qué pasó con ustedes?

—Olvidamos quiénes éramos —susurró—. Nos moldearon con caricias y mentiras. Nos vistieron con fuego y promesas. Nos enseñaron a amar a quien debía ser nuestro carcelero.

Un silencio espeso se interpuso entre nosotras. Mis gafas estaban en una repisa, junto al espejo roto. Me las puse. Tal vez por costumbre. Tal vez porque eran lo último que me quedaba de mí.

La joven sonrió, con una mueca triste.

—En otras vidas… no las llevabas. No necesitabas esconderte tras cristales. Pero esta versión tuya… es más fuerte. Porque se atreve a dudar.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Qué quieres decir?

Se levantó. Caminó hacia mí, descalza. Su sombra no se reflejaba en el suelo.

—Lucien no es tu enemigo, pero tampoco es tu salvación. Él te ama con una pasión que arde más que el infierno del que proviene. Pero incluso el amor más ardiente puede encadenarte si no lo eliges libremente.

—¿Entonces qué hago? —Mi voz sonaba más joven de lo que me sentía. Más rota. Más humana.

Ella se detuvo a centímetros de mí. Su aliento era frío.

—Recuerda. Recuerda quién eras antes del pacto. Antes del fuego. Antes de él.

Se inclinó y me susurró al oído:

—Y si no puedes escapar… arde por ti misma. No por él.

Y entonces, se desvaneció.

No como humo. No como cenizas. Como si nunca hubiera estado.

Corrí al rincón donde había estado sentada. No había huellas. No había silla. Nada. Solo una marca en el suelo. Una media luna invertida. Igual a la mía.

Horas después —o tal vez días, porque en este lugar el tiempo era un eco torcido— Lucien apareció.

No entró por una puerta. Simplemente... estuvo allí. Como una sombra que se manifiesta cuando el miedo la nombra.

Llevaba una túnica negra, abierta en el pecho, donde una cicatriz —larga, vertical, aún palpitante— parecía latir como una herida viva. Su cabello blanco caía sobre los hombros, y sus ojos... sus ojos me atravesaron.

—¿Te parece justo encarcelarme? —le dije, con los brazos cruzados.

Lucien no se acercó. No aún. Su voz fue suave, pero cargada de tormentas contenidas.

—No estás encarcelada. Esta torre es para protegerte.

—¿De quién?

—De ti misma.

Lo odié por decir eso. Odié que sonara como si lo creyera de verdad.

—Vi a una chica. Otra como yo. Una prometida. ¿Qué hiciste con ella?

Lucien bajó la mirada. Un segundo. Solo uno.

—Todas las promesas hechas en sangre dejan fantasmas.

Mi voz se quebró.

—¿Y yo? ¿Soy una más en tu colección?

Sus alas se desplegaron con rabia. La energía que lo rodeaba se volvió más densa. Más letal.

—No. Tú eres la última. Y si fallas… no habrá otra.

Se acercó. Lento. Como si supiera que yo retrocedería. Pero no lo hice.

—¿Por qué yo?

—Porque eres la única capaz de contener lo que arde en ti sin volverse ceniza. Porque tu alma es la intersección entre luz y oscuridad. Porque, Kelyra… te he amado desde antes de que tu primer corazón aprendiera a latir.

Quise gritarle. Golpearlo. Arrancarle las alas y ver si sangraba oscuridad. Besarlo… maldita sea, ¿en serio pensé eso? Besarlo. Como si mi cuerpo fuera idiota y no entendiera que él era el enemigo. No. Matarlo suena mucho mejor. Más lógico. Más seguro. Aunque, si soy honesta… tampoco estoy segura de sobrevivir a eso.

Pero solo le dije:

—Yo no pedí esto.

Lucien tocó el cristal de la torre. Lo acarició con una ternura peligrosa.

—No. Pero aún puedes decidir qué hacer con lo que eres. Puedes abrazar el fuego… o dejar que él te consuma.

Mi espalda ardió. La marca brilló. Y en lo más profundo de mí… la voz de la joven resonó como un eco: Recuerda quién eras antes de él.

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