La noche se había teñido de un silencio extraño. El jardín del castillo, iluminado apenas por la luz plateada de la luna, parecía un refugio apartado de todo lo que dolía. Entre las flores aún húmedas por el rocío, Lyanna se encontraba sentada en un banco de piedra, acariciando distraídamente las páginas de un libro que no leía. Su mente estaba lejos, demasiado lejos para concentrarse.
El crujido suave de unas botas sobre la grava la hizo alzar la mirada. Lucian estaba allí, como si la oscuridad misma lo hubiera traído a su lado. Sus ojos, cargados de cansancio y emociones reprimidas, buscaron los de ella.
—No podía dormir —confesó él con voz baja, casi un susurro—. Y cuando no logro encontrar paz, siempre termino viniendo aquí… contigo.
Lyanna sintió un calor recorrerle el pecho. Sonrió, aunque sus labios temblaron apenas.
—Me alegra que lo hagas. Aquí… al menos parece que el mundo no nos alcanza.
Lucian se sentó junto a ella, no demasiado cerca, como si temiera que con un solo roce