El amanecer trajo consigo un ajetreo inusual en el castillo. Desde muy temprano, las sirvientas corrían por los pasillos con telas preciosas, flores recién cortadas y listas interminables de tareas. El guardia mayor de Rhaziel, hombre de confianza y voz respetada en todo el reino, había dado la orden: había que preparar una boda real.
Los rumores se propagaron como fuego en la pradera. “El rey ha encontrado a su pareja destinada”, decían unos. “Al fin Su Majestad no estará solo”, murmuraban otros, con sonrisas en los labios. Durante años, el reino había temido la fría soledad de su monarca, un lobo que gobernaba con justicia implacable pero sin compañía. Ahora, el simple hecho de que se casara bastaba para llenar de esperanza a todos.
El guardia supervisaba cada detalle. Caminaba por el patio, dando órdenes claras:
—Quiero las antorchas encendidas en todo el corredor principal. Que el salón se decore con estandartes carmesí y plata, los colores de nuestro rey. Preparad los banquetes,