El silencio en el despacho era tan espeso que ni las antorchas parecían atreverse a crepitar. Rhaziel permanecía de pie junto a la ventana, mirando la lejanía con los ojos encendidos como brasas. Sus manos, firmes detrás de la espalda, transmitían una tensión que ningún mortal se atrevería a interrumpir.
Kael, su guardia más cercano, aguardaba a unos pasos, con la armadura aún cubierta de polvo por los entrenamientos. A diferencia de Dorian, que temblaría en esa situación, Kael mantenía la voz y el porte firmes, aunque bien conocía el peligro de hablar cuando el rey no lo ordenaba.
Finalmente, Rhaziel rompió el silencio con un tono bajo y grave:
—Ella me teme.
Kael inclinó la cabeza, sin sorprenderse.
—Es comprensible, Majestad. Risa ha sufrido demasiado desde que nació. No conoce otra cosa que dolor y rechazo.
El rey entrecerró los ojos, como si las palabras lo atravesaran. Su ceño marcado mostraba una molestia contenida, no hacia la muchacha, sino hacia el mundo que la había condena