El Castillo de las Sombras había cambiado tanto que parecía otro lugar. Donde antes los muros exudaban un frío eterno y las ventanas dejaban pasar corrientes gélidas, ahora había calor humano, risas y un tímido pero firme aroma a flores. Risa había ordenado que los jardines fueran rehabilitados, y cada día, aunque el viento del norte aún cortara como cuchillas, los sirvientes encontraban consuelo al ver brotar los primeros lirios y rosales.
La joven, que ahora cumplía diecisiete años, caminaba con paso sereno por los pasillos. Ya no era la muchacha insegura que temía al eco de sus propios pasos; ahora sus vestidos eran sencillos, pero llevados con la dignidad de una reina en ciernes. Su rostro, todavía delicado, se había endurecido con la ausencia y la responsabilidad. Cada decisión que tomaba repercutía en decenas de vidas: desde la distribución de provisiones hasta la disciplina entre guardias.
Lyanna, en cambio, seguía siendo el espíritu inquieto del castillo. A sus quince años,