El carruaje avanzaba lentamente por el sendero empedrado que conducía al corazón de Umbraeth, la capital del reino oscuro. Ante los ojos de Lyanna y Lady Aveline, se desplegaba una ciudad construida entre la sombra y la majestuosidad. Sus murallas negras, levantadas con piedra volcánica, parecían absorber la luz del sol agonizante. Las torres almenadas custodiaban cada puerta, y desde los balcones más altos ondeaban los estandartes de la familia real: el emblema plateado del dragón bicéfalo de los Dornathar Celyndra, símbolo de dominio y eternidad.
Las calles estaban vivas: artesanos martillando metales, mercaderes ofreciendo especias traídas de Dravemont, y niños híbridos correteando bajo la mirada discreta de los soldados. Esos soldados no eran cualquiera: eran los Guardias Reales de Umbraeth, creados siglos atrás por el primer monarca que logró unificar las tribus demoníacas y humanas bajo un mismo estandarte. Elegidos entre miles, juraban fidelidad no solo al trono, sino al equili