El amanecer llegó sin color.
El cielo, cubierto de nubes, tenía un tono gris enfermizo que anunciaba tormenta.
En el horizonte, la luna aún no había desaparecido; se mantenía suspendida entre la noche y el día, partida en dos como si un filo invisible la hubiera rasgado.
Era un presagio.
El mundo se dividía junto con ella.
Rhaziel lo sintió antes de abrir los ojos.
Una presión en el pecho, un murmullo que no pertenecía al viento.
Se incorporó bruscamente. La habitación aún estaba en penumbra.
Risa dormía, o parecía dormir, pero su respiración era irregular. El aire a su alrededor tenía una densidad extraña, como si cada inhalación pesara más que la anterior.
Cuando el rey intentó acercarse, una corriente invisible lo detuvo.
—No… te… acerques… —susurró ella entre sueños.
El tono de su voz era doble: uno humano, el otro grave y resonante, casi demoníaco.
Rhaziel dio un paso atrás, pero no apartó la mirada.
El resplandor dorado de la noche anterior se había convertido en una luz rojiza