El silencio del amanecer pesaba como una sentencia.
Tras la tormenta de luz, el palacio había quedado inmóvil, cubierto por un polvo plateado que se adhería a cada superficie, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse en reverencia a lo ocurrido.
Noctara se mantenía de pie en el umbral de la torre, la mirada fija en el cuerpo inerte de Rhaziel.
El sello ya se había desvanecido, pero el aire aún vibraba con su eco.
A su alrededor, los símbolos grabados en el suelo seguían desprendiendo un leve resplandor, apenas perceptible, como si el sacrificio del rey no hubiese sido completo.
Thallila llegó poco después, vestida con el manto de los sabios del oráculo. Su rostro estaba pálido, sus ojos enrojecidos de tanto llorar.
Se arrodilló junto al cuerpo y colocó una mano sobre el pecho del rey.
Nada.
Ni un latido.
Pero bajo sus dedos percibió algo distinto: un susurro leve, un pulso espiritual.
—No está muerto —dijo de pronto, con voz quebrada.
Noctara giró la cabeza lentamente. —Eso