La luna se alzaba sobre las torres del Palacio de la Luna Eterna, enorme y pálida, como si vigilara en silencio los secretos que latían bajo su luz.
El viento soplaba desde el norte, trayendo el aroma de la tormenta y un eco que no pertenecía a este mundo.
Risa no podía dormir.
Había intentado permanecer tranquila, ignorar las voces que rondaban su mente desde la noche anterior, pero era inútil. Cada vez que cerraba los ojos, una sombra se acercaba más.
Sabía que el sueño la arrastraría otra vez, que la llevaría a ese lugar donde la oscuridad tenía forma y nombre.
Se levantó, descalza, con el cabello suelto y los pies fríos sobre el mármol.
El silencio del palacio era espeso, como si incluso el tiempo contuviera la respiración.
Abrió la ventana, dejando que la brisa helada la golpeara en el rostro.
A lo lejos, los lobos guardianes aullaban hacia la luna.
Pero había algo distinto en su canto. Un tono de advertencia.
O de lamento.
—No puedes huir de mí, Elaris… —susurró una voz desde el