La sala del consejo estaba vacía. Solo quedaban las antorchas encendidas y el eco distante del viento que golpeaba las murallas del castillo.
El trono de obsidiana, con sus filamentos dorados, se alzaba imponente en el centro, iluminado por una llama temblorosa.
Rhaziel permanecía allí, con los brazos cruzados y la mirada perdida en el mapa del reino extendido sobre la mesa. Su expresión era grave, pero en sus ojos ardía algo más que preocupación: una idea que llevaba días madurando en silencio.
La puerta se abrió suavemente.
Risa entró, aún con el manto de la noche sobre los hombros.
—No has dormido, ¿verdad? —preguntó con ternura, acercándose—. Desde que Lucian partió, pasas más tiempo con esos mapas que conmigo.
Rhaziel sonrió levemente, sin apartar la vista de los estandartes marcados en el pergamino.
—Dormir es un lujo que los reyes pagan caro, mi reina.
Risa rodó los ojos y se acercó más, tomando una copa de vino del aparador.
—Y sin embargo, tu reina sí tiene que dormir. Si yo