La luna iluminaba tenuemente los tejados de Veyra cuando Risa empujó con cuidado la ventana de su dormitorio en la academia. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía que despertaría a todas las alumnas. Una última mirada a las paredes que habían sido su prisión durante años y luego saltó al vacío, cayendo con agilidad en el patio trasero.
Sus amigos huérfanos ya la esperaban. Eran tres: Darek, el mayor, siempre con el gesto serio y protector; Lio, delgado y travieso, con ojos que brillaban de picardía; y Mae, una pequeña de apenas doce años, pero con más valentía de la que muchos adultos podrían reunir.
—¿Lista? —preguntó Darek en un susurro.
Risa asintió, respirando hondo.
—Sí. No pienso volver.
Los cuatro corrieron entre sombras, evitando a los guardias de la academia. El aire frío de la noche golpeaba su rostro, pero cada paso la hacía sentirse más libre. Atravesaron calles empedradas, cruzaron los mercados vacíos y pronto alcanzaron las afueras, donde el bosque se alzaba co