El eco del grito aún vibraba en los riscos cuando Kael levantó la mirada y vio, entre las sombras de las rocas, la figura encorvada del arquero que había lanzado la flecha maldita. Sus ojos ardieron con furia.
—¡Maldito seas! —rugió.
Con un movimiento seco, levantó su lanza y la arrojó con toda la fuerza de su cuerpo. El proyectil cortó el aire como un relámpago y atravesó el pecho del arquero. El enemigo apenas tuvo tiempo de soltar un alarido antes de caer al vacío, desapareciendo en la negrura de la montaña.
Pero la victoria sabía a ceniza.
Rhaziel se tambaleaba, la flecha negra hundida en su espalda lo hacía respirar con dificultad. Dorian y Adrian corrieron a sostenerlo, mientras Lucian —débil, sostenido por dos de sus guardias— observaba con angustia.
—¡Mi rey! —gritó Dorian—. No se mueva, no saque la flecha todavía.
Uno de los guardias de Lucian, un hombre de cabello gris y mirada sabia, se inclinó para examinar la herida. Al acercar el rostro, percibió un olor pútrido que eman