Diosa de la Luna.

Phoenix dio un paso atrás, la capa deslizándose ligeramente de sus hombros. La palabra “diosa” resonó en su mente, pero la presencia de Astrid no dejaba espacio para dudas. La energía que emanaba de ella era distinta a cualquier magia que Phoenix hubiera conocido: era pura, primordial, como el propio ciclo de la luna. Pryo, en su mente, permaneció en silencio, pero Phoenix sintió un estremecimiento de reverencia proveniente de su compañera lupina. Era como si incluso Pryo supiera que estaban ante el propio principio de la Creación. Phoenix tragó saliva, intentando contener el temblor en sus manos.

— ¿Dónde estoy? —su voz salió casi en un susurro, temblorosa.

Astrid inclinó la cabeza con la gracia etérea de quien lleva siglos de sabiduría en los ojos. Sus cabellos flotaban alrededor de su cabeza como una niebla plateada, y sus ojos, perlados, brillaban con una compasión profunda.

— Estás en el Templo del Claro de Luna —respondió—. Un santuario entre los mundos, donde el tiempo no
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