Despertar en su cama es un acto de contradicción constante. Sábanas suaves que me envuelven como un susurro, el aroma inconfundible de Kael impregnado en cada fibra, y ese calor que no pertenece al sol matutino, sino a su cuerpo al otro lado del colchón… aunque hoy no esté ahí.
Y, sin embargo, cada centímetro de mí se siente expuesto. Como si me hubiera quitado más que la ropa anoche. Como si hubiera dejado mi alma, abierta y temblorosa, sobre su pecho.
No hay rastro de él en la habitación, más allá de su olor. Pero no necesito verlo para saber que está cerca. Él siempre está cerca. Vigilante. Silencioso. Poseedor de una paciencia que me desconcierta más que su fuerza bruta.
Me levanto despacio, con esa sensación de que si me muevo demasiado rápido, todo lo que construimos anoche podría desmoronarse como una ilusión. Me dirijo al espejo —el que Kael mandó instalar “para que no extrañaras tu antiguo cuarto”, según él— y me detengo.
Ahí está. Una marca.
No física. Nada visible. Pero la s