Emma apagó la plancha , se alisó el uniforme, y acomodó el delantal doblado sobre la mesa de servicio y estiró los brazos como si pudiera sacudirse el día. El restaurante había estado insoportable. Parejas ricas, empresarios con sus amantes, turistas queriendo sentirse parte del mundo elegante por una noche… todos exigiendo atención, sonrisas, perfección.
Y ella la dio. Como siempre.
Aunque por dentro solo quería huir.
Desde que Ian había cruzado la puerta del local hacía cuatro noches, su cuerpo se mantenía en una tensión constante. Dormía mal. Comía poco. Se sentía observada. No por él —ya no había vuelto a aparecer—, sino por algo que no sabía nombrar. Una incomodidad extraña. Un presentimiento que se pegaba como humedad en la espalda. Tenía los pelos de punta por así decir.
—¿Te vas, Emma? —le preguntó una de las cocineras al pasar—. ¿Quieres que te pida el taxi?
—No, gracias. Camino un poco antes. Me despeja.
Mintió. Pero ya todos estaban acostumbrados a que hablara p