Encontrarla no fue fácil.
Durante días, Ian revisó cada rincón de la ciudad con una determinación silenciosa que parecía obsesiva incluso para sus estándares. Personalmente había hecho llamadas, y había acudido a sitios.
La casa estaba vacía desde su partida. Francesca había regresado como un huracán, barriendo todo a su paso, pero ni siquiera su presencia lograba calmar el desasosiego que se le había instalado en el pecho.
Emma ya no estaba. Y lo sabía. No solo porque sus cosas habían desaparecido del cuarto —ese cuarto que nunca fue suyo, que siempre olió a otra mujer— sino porque algo en el aire se había marchado con ella. La calma. La incomodidad dulce. El perfume discreto de una presencia que no pedía permiso para existir, pero tampoco rogaba por quedarse.
Enojado mandó sacar todo lo de esa habitación, la ropa quemada, las cosas en la basura y ni una sombra de todo aquello. Si ella se había marchado era porque nada ahí era suyo, y al volver la mujer esa,como ahora se referí