La alfombra amortiguó sus pasos, pero no hizo falta que nadie la anunciara.
Francesca cruzó el umbral de la casa como si nunca se hubiera ido, con la barbilla en alto, el abrigo largo ondeando detrás de ella y un par de gafas oscuras ocultando sus ojos, aunque ya era de noche. No traía equipaje, pero su presencia pesaba más que cualquier maleta.
Renata fue la primera en verla. La sirvienta apenas pudo disimular su expresión de asombro antes de bajar la cabeza y hacerse a un lado.
Francesca ni siquiera le dedicó una mirada.
—¿Dónde está? —preguntó con voz suave, casi melosa.
—En el despacho —susurró Renata.
Francesca asintió y caminó directo hacia el pasillo central. El mismo donde tantas veces lo había visto esperarla. El mismo donde lo había besado, gritado, acariciado. Cada rincón de esa casa tenía su olor, su sombra, su historia.
Y ahora… todo eso estaba ocupado por una intrusa.
No tocó antes de entrar.
Ian levantó la cabeza al escuchar la puerta abrirse, y su ex