Raquel
—Una esposa nunca debería hacer esperar a su marido.
Javier se apoyaba en el marco de la puerta, con los brazos cruzados.
Llevaba las mangas remangadas. Por primera vez pude ver bien sus brazos: los tatuajes negros que asomaban por el cuello de la camisa y se enroscaban por sus bíceps marcados y sus antebrazos gruesos. Reprimí un escalofrío y me di la vuelta, cruzando la habitación con un andar despreocupado, como si me diera exactamente igual que estuviera plantado en mi puerta.
—Sabía que estábamos fingiendo un compromiso. Lo que no sabía era que también fingíamos vivir en la Edad Media.
Soltó una risa baja.
—¿Qué pasó con la mujer que me daba las gracias casi de rodillas en la cocina hace apenas unas horas? Te salvé de mi padre, grande y malo, por si no lo recuerdas.
—Tu padre no me pareció tan grande ni tan malo —me senté en el banco a los pies de la cama. Sentarme allí con él en la habitación era como abrir la puerta a una pésima idea—.
—Dime eso cuando te toque estar a so