El estudio permanecía en silencio, apenas iluminado por la lámpara de escritorio que proyectaba un halo dorado sobre los documentos dispersos. Khaled Al-Fayad contemplaba la fotografía enmarcada en plata que sostenía entre sus manos. El rostro de Sumaya, con aquella sonrisa serena que parecía guardar secretos dulces, lo observaba desde el pasado.
Pasó el pulgar por el cristal, como si pudiera tocar la mejilla que ya no existía. Habían transcurrido tres años, cuatro meses y diecisiete días desde que la enfermedad se la llevó. Un tiempo que parecía eterno y, a la vez, un suspiro en el vasto desierto de su existencia.
—Hoy el consejo ha vuelto a insistir —murmuró a la fotografía—. Como si fuera tan sencillo.
Su matrimonio con Sumaya había sido arreglado, como dictaba la tradición. Ella, hija de una familia noble de Alzhar, educada para ser la esposa perfecta de un futuro jeque. Él, heredero de responsabilidades que pesaban como montañas sobre sus hombros. Al principio fue un acuerdo, un contrato entre familias. Pero con los años, en el silencio de las noches compartidas, en las conversaciones junto a la ventana mientras observaban las estrellas, había aprendido a amarla.
Un amor tranquilo, sin grandes pasiones, pero profundo como las raíces de los antiguos árboles que sobreviven en el desierto.
Devolvió la fotografía a su lugar en el escritorio y se levantó. El ventanal de su estudio ofrecía una vista panorámica de los jardines del palacio, donde las palmeras se mecían suavemente bajo la brisa nocturna. Más allá, las luces de la ciudad de Alzhar brillaban como estrellas caídas.
Cuando Sumaya murió, algo se quebró dentro de él. No fue un estruendo, sino un crujido silencioso, como cuando el hielo se agrieta bajo los pies sin llegar a romperse del todo. Siguió caminando, gobernando, respirando. Pero cada paso lo daba sobre esa superficie frágil, temiendo que si sentía demasiado, si se permitía un solo momento de debilidad, todo se vendría abajo.
Sus hijos habían sufrido doblemente: perdieron a su madre y, en cierto modo, también a su padre. Khaled lo sabía. Lo veía en los ojos de Amira cuando lo miraba esperando una aprobación que rara vez expresaba. Lo notaba en la forma en que Sami se encogía ligeramente cuando él entraba en una habitación.
Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—Adelante —dijo, recuperando instantáneamente su postura erguida, su rostro impasible.
Faisal, su consejero principal y amigo desde la infancia, entró con una carpeta bajo el brazo.
—Los informes que solicitaste sobre el proyecto de irrigación, Alteza.
Khaled asintió y señaló el escritorio. Faisal depositó los documentos y, en lugar de retirarse como habría hecho cualquier otro miembro del personal, se quedó de pie, observándolo.
—¿Hay algo más? —preguntó Khaled, aunque conocía la respuesta.
—El Consejo de Ancianos ha programado una reunión para la próxima semana —comenzó Faisal, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. El tema principal será... tu situación personal.
Khaled apretó la mandíbula.
—Mi "situación personal" no es asunto del Consejo.
—Con todo respeto, Alteza, como jeque de Alzhar, tu vida personal está entrelazada con el bienestar del reino. Han pasado tres años desde que la jeque Sumaya nos dejó, que Alá la tenga en su gloria.
—Lo sé perfectamente —respondió Khaled con un tono que habría hecho retroceder a cualquiera. Pero no a Faisal.
—La princesa Nadia de Hassa estará visitando Alzhar el mes próximo con su familia —continuó el consejero—. Su padre, el emir Hassan, ha expresado interés en fortalecer los lazos entre nuestros reinos.
—¿A través de un matrimonio? —Khaled soltó una risa seca—. Las alianzas políticas pueden sellarse con acuerdos comerciales y diplomáticos.
—Un matrimonio con la princesa Nadia no solo reforzaría nuestra alianza con Hassa, sino que daría estabilidad a la familia real. Tus hijos necesitan una madre, Khaled.
El uso de su nombre, sin títulos, revelaba la profundidad de su amistad. Solo Faisal podía permitirse tal familiaridad.
—Mis hijos tienen una niñera competente —respondió, y al instante se arrepintió de haber mencionado, aunque fuera indirectamente, a Mariana.
Una imagen de la joven mexicana cruzó por su mente: su cabello oscuro recogido en una trenza descuidada, sus ojos brillantes cuando explicaba algo a los niños, la forma en que su risa parecía iluminar las habitaciones sombrías del palacio. La irritación que sintió no era hacia ella, sino hacia sí mismo por permitir que estos pensamientos lo distrajeran.
—La señorita Mendoza es temporal —señaló Faisal, con una mirada que sugería que había captado más de lo que Khaled hubiera querido revelar—. Y una esposa es mucho más que una cuidadora de niños.
Khaled se volvió hacia la ventana, dando la espalda a su consejero.
—Consideraré la propuesta del Consejo —dijo finalmente—. Pero la decisión final será mía.
—Por supuesto, Alteza —respondió Faisal, inclinándose ligeramente antes de retirarse.
Cuando la puerta se cerró, Khaled exhaló lentamente. La idea de un nuevo matrimonio le resultaba tan ajena como respirar bajo el agua. No porque no pudiera cumplir con su deber —lo había hecho toda su vida—, sino porque algo dentro de él se rebelaba contra la idea de reemplazar el espacio que Sumaya había ocupado.
Y luego estaba esa otra sensación, esa inquietud que sentía cada vez que Mariana Mendoza entraba en una habitación. La forma en que su presencia alteraba el aire, como si trajera consigo una brisa de otro mundo. Era perturbador. Inconveniente. Y completamente inapropiado.
Las horas pasaron mientras revisaba documentos, firmaba decretos y estudiaba propuestas. El palacio fue quedando en silencio a medida que sus habitantes se retiraban a descansar. Pasada la medianoche, se levantó de su escritorio y caminó hacia sus aposentos privados.
Al pasar frente a la habitación de Sami, notó un hilo de luz bajo la puerta. Debería haber seguido su camino —los sirvientes se encargarían de apagar las luces—, pero algo lo detuvo. Abrió la puerta suavemente.
La escena que encontró le robó el aliento. Mariana estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra la cama. Sami, ya dormido, descansaba la cabeza en su regazo. Un libro de cuentos yacía abierto sobre la alfombra. La luz tenue de la lámpara de noche bañaba la escena en tonos dorados y ámbar.
Khaled permaneció inmóvil en el umbral. Mariana no lo había visto; sus ojos estaban fijos en el rostro dormido de Sami mientras acariciaba suavemente su cabello. Había una ternura tan genuina en ese gesto que Khaled sintió una punzada en el pecho.
—_Duerme, pequeño príncipe_ —susurró ella en español, tan bajo que apenas pudo escucharla—. _Que los ángeles cuiden tus sueños._
Algo en esas palabras, en ese idioma extranjero que sonaba como música, atravesó las defensas de Khaled. Por un instante, deseó ser parte de esa escena. No como observador desde las sombras, sino sentado junto a ellos, compartiendo ese momento de paz.
El pensamiento lo sobresaltó tanto que dio un paso atrás, haciendo crujir la madera del suelo. Mariana levantó la mirada, sorprendida.
Sus ojos se encontraron a través de la habitación en penumbra. No hubo palabras, solo ese reconocimiento silencioso, esa conexión inesperada que parecía vibrar en el aire entre ellos.
Khaled recuperó su compostura con la rapidez de quien ha pasado años perfeccionando el arte de ocultar sus emociones.
—Es tarde —dijo con voz neutra—. Debería estar en su cama.
No especificó si se refería a Sami o a ella. Quizás a ambos.
Mariana asintió, sin apartar la mirada.
—Se quedó dormido mientras le leía —explicó en voz baja—. No quería despertarlo moviéndolo.
—Yo me encargaré —respondió Khaled, avanzando hacia ellos.
Se inclinó y, con una delicadeza que sorprendió incluso a él mismo, levantó a Sami en brazos. El niño murmuró algo en sueños pero no despertó. Lo depositó en la cama y lo cubrió con las mantas.
Cuando se volvió, Mariana ya se había puesto de pie y recogido el libro. Había algo vulnerable en su postura, como si esperara una reprimenda.
—Gracias —dijo Khaled, y la palabra sonó extraña en sus labios, poco acostumbrados a la gratitud—. Por cuidar de él.
Una leve sonrisa iluminó el rostro de Mariana.
—Es un niño maravilloso —respondió—. Ambos lo son.
Khaled asintió, incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Había un abismo entre ellos: de cultura, de posición, de experiencia. Y sin embargo, en ese momento, ese abismo parecía menos insalvable.
—Buenas noches, señorita Mendoza —dijo finalmente, recuperando la distancia formal.
—Buenas noches, Alteza —respondió ella, inclinando ligeramente la cabeza antes de salir de la habitación.
Khaled permaneció junto a la cama de su hijo, observando su rostro sereno en sueños. Luego se dirigió a sus propios aposentos, donde las cortinas de su balcón ondeaban suavemente con la brisa nocturna.
Se acercó al ventanal y miró hacia el jardín, donde la figura de Mariana se alejaba bajo la luz plateada de la luna. Su silueta parecía fuera de lugar y, al mismo tiempo, perfectamente integrada en el paisaje, como si el palacio hubiera estado esperando su llegada.
Cerró la cortina con un movimiento brusco y se quedó mirando su propio reflejo en el cristal. Un hombre de ojos cansados le devolvió la mirada.
—No otra vez —murmuró para sí mismo—. No con ella.
Pero incluso mientras pronunciaba esas palabras, una parte de él sabía que era demasiado tarde. Mariana Mendoza, con su sonrisa sincera y sus ojos que no conocían el miedo ni la reverencia, había cruzado una línea que nadie había traspasado en años.
La línea que protegía su corazón.