El sol de Alzhar se filtraba por los ventanales del ala este del palacio, donde Mariana había establecido una pequeña rutina con los niños. Apenas llevaba dos semanas en aquel país y ya sentía que el tiempo transcurría de manera diferente, como si las arenas del desierto marcaran su propio ritmo, ajeno a los relojes.
Fatima, con su cabello negro recogido en una trenza perfecta, se encontraba sentada en el alféizar de la ventana, leyendo un libro en árabe mientras ocasionalmente levantaba la mirada para observar a Mariana, quien ayudaba a Sami con un rompecabezas.
—¡Mira, Mari! ¡Lo hice yo solo! —exclamó el pequeño, colocando la última pieza con sus deditos regordetes.
—¡Excelente, Sami! Eres muy inteligente —respondió Mariana, revolviéndole el cabello con cariño.
El diminutivo "Mari" había surgido espontáneamente de los labios del niño tres días atrás, cuando no podía pronunciar correctamente su nombre completo. Desde entonces, se había convertido en una especie de código secreto entre ellos, una pequeña victoria que Mariana atesoraba como señal de que estaba ganando terreno en el corazón del pequeño.
Fatima cerró su libro y se acercó con pasos medidos, como si cada movimiento estuviera calculado para mantener la compostura que se esperaba de ella.
—Señorita Mariana —dijo con voz suave—, ¿podría ayudarme con mi tarea de inglés más tarde?
—Por supuesto, Fatima. Cuando terminemos con la merienda, ¿te parece?
La niña asintió y, tras un momento de duda, añadió:
—Mi profesora dice que mi pronunciación ha mejorado desde que usted llegó.
Mariana sonrió, reconociendo el cumplido oculto en aquellas palabras. Fatima era como un pequeño palacio en sí misma: llena de habitaciones cerradas que solo se abrían con la llave correcta, con paciencia y respeto.
Después de la merienda, mientras Sami dormía su siesta, Mariana ayudó a Fatima con sus ejercicios de inglés. Al terminar, la niña pareció dudar, como si quisiera decir algo más.
—¿Sucede algo, Fatima? —preguntó Mariana con suavidad.
—¿Puedo mostrarle algo? Es... es un secreto.
Mariana asintió, sintiendo que estaba a punto de presenciar un momento importante. Fatima se levantó y caminó hacia su habitación, haciéndole señas para que la siguiera. Una vez dentro, la niña se arrodilló junto a su cama y extrajo una caja de madera tallada con motivos geométricos típicos de la región.
—Esto es lo más valioso que tengo —susurró Fatima, abriendo la caja con reverencia.
En su interior, sobre un lecho de seda azul, descansaba un pañuelo de gasa bordado con hilos dorados y pequeñas cuentas que brillaban bajo la luz. Junto a él, una fotografía enmarcada en plata mostraba a una mujer joven, extraordinariamente hermosa, con los mismos ojos almendrados de Fatima y la sonrisa traviesa de Sami.
—Mi madre —explicó la niña, acariciando la fotografía con la punta de los dedos—. Se llamaba Amira. Significa "princesa" en árabe.
Mariana contuvo la respiración. La mujer de la fotografía parecía irradiar vida, con una belleza que trascendía la imagen estática. Sus ojos, profundos y expresivos, miraban directamente a la cámara con una mezcla de dulzura y determinación.
—Era muy hermosa —comentó Mariana con sinceridad.
—Este era su pañuelo favorito. Lo usaba cuando salíamos al jardín. Decía que el viento del desierto lo hacía bailar como las estrellas en la noche —Fatima tomó el pañuelo y lo sostuvo contra su mejilla—. Todavía huele a ella. A jazmín y canela.
Mariana sintió un nudo en la garganta. La intimidad del momento, la confianza que Fatima le estaba otorgando, era un regalo invaluable.
—Sami también tiene uno —continuó la niña—. Él era muy pequeño cuando mamá se fue al cielo, apenas tenía dos años. Pero le dejó un pañuelo azul que guarda debajo de su almohada. A veces lo abraza mientras duerme.
—Gracias por compartir esto conmigo, Fatima. Es un tesoro muy especial.
La niña guardó cuidadosamente el pañuelo y la fotografía antes de cerrar la caja.
—Nadie ha ocupado su lugar —dijo con voz queda—. Ni en el palacio, ni en el corazón de mi padre. Él ya no sonríe como antes.
Aquellas palabras se quedaron grabadas en la mente de Mariana durante el resto del día. Mientras observaba a los niños, comenzó a entender mejor la atmósfera de melancolía que parecía impregnar cada rincón del palacio, como si el tiempo se hubiera detenido con la partida de Amira.
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Dos días después, Mariana decidió que era momento de traer algo de color y alegría a la rutina de los niños. Con la autorización de Nadia, la ama de llaves, preparó una actividad especial en el jardín interior del palacio, un espacio protegido del sol abrasador donde una pequeña fuente creaba un microclima refrescante.
—¡Hoy vamos a pintar con las manos! —anunció entusiasmada mientras extendía grandes lienzos blancos sobre el suelo de mosaicos.
Sami aplaudió emocionado, mientras Fatima observaba con curiosidad los botes de pintura de colores brillantes.
—¿No nos ensuciaremos demasiado? —preguntó la niña, siempre consciente del decoro.
—Para eso nos hemos puesto esta ropa vieja —respondió Mariana, señalando las camisetas holgadas que les había pedido usar—. Además, la pintura es lavable. ¡Lo importante es divertirse!
Con cierta vacilación inicial, Fatima sumergió sus dedos en la pintura azul y comenzó a trazar líneas sobre el lienzo. Sami, menos inhibido, hundió ambas manos en la pintura roja y las estampó repetidamente, riendo con cada palmada.
—¡Mira, Mari! ¡Son mariposas! —exclamó el niño, aunque sus manchas apenas tenían forma reconocible.
—¡Son las mariposas más bonitas que he visto! —respondió Mariana, uniéndose a la actividad con entusiasmo.
Pronto, el jardín se llenó de risas y exclamaciones de asombro. Mariana dibujó un gran sol amarillo y Fatima añadió rayos ondulados que se extendían por todo el lienzo. Sami, inspirado, comenzó a salpicar gotas de pintura verde, creando una lluvia de color que provocó carcajadas en todos.
—¡Así, Sami! ¡Como la lluvia de estrellas! —lo animó Mariana, tomándolo en brazos y girando con él mientras el pequeño agitaba sus manos pintadas, creando un torbellino de colores en el aire.
Las risas resonaron por los pasillos del palacio, un sonido casi olvidado en aquellas paredes de mármol y piedra. Tan absortos estaban en su juego que ninguno notó la figura alta y solemne que se había detenido en la entrada del jardín.
Khaled Al-Fayad observaba la escena con una expresión indescifrable. Había interrumpido una importante reunión con sus asesores al escuchar las risas de sus hijos, un sonido tan inusual que había sentido la necesidad de comprobar su origen. Ahora, oculto tras una columna, contemplaba cómo Mariana bailaba con Sami en brazos, ambos con manchas de pintura en las mejillas, mientras Fatima —su seria y compuesta Fatima— reía abiertamente mientras dibujaba flores con los dedos.
Algo se removió en su pecho, una sensación olvidada que no supo identificar. Quizás nostalgia, quizás anhelo. O tal vez el reconocimiento de que aquella joven extranjera había logrado en dos semanas lo que él no había conseguido en años: devolver la alegría a los ojos de sus hijos.
Permaneció allí, inmóvil, durante varios minutos antes de retirarse en silencio, llevándose consigo la imagen de aquellos rostros felices y el eco de sus risas.
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Al atardecer, mientras Mariana limpiaba los pinceles y recogía los materiales de pintura, Fatima se acercó a ella con pasos cautelosos. Los lienzos, ahora llenos de colores vibrantes, se secaban extendidos sobre la hierba.
—Señorita Mariana —comenzó la niña, jugueteando con el borde de su camiseta manchada—, gracias por el día de hoy. Ha sido... diferente.
—Me alegra que te haya gustado, Fatima. Tus dibujos son preciosos.
La niña sonrió tímidamente antes de añadir:
—Mi padre no sonríe desde que mamá se fue al cielo.
La declaración, tan directa y cargada de significado, tomó a Mariana por sorpresa. Dejó los pinceles en el agua y se arrodilló para quedar a la altura de Fatima.
—Lo sé, cariño —respondió con suavidad—. A veces, cuando las personas están tristes, les cuesta mucho sonreír.
—Pero tú haces que todo suene bonito otra vez —continuó Fatima, con una sabiduría impropia de sus ocho años—. La casa ya no está tan callada. Sami canta cuando juega contigo, y yo... yo me siento menos sola.
Mariana sintió que su corazón se encogía ante aquella confesión.
—Tal vez... —Fatima dudó un instante— tal vez tú puedas hacerlo sonreír.
La sugerencia, inocente pero cargada de esperanza, dejó a Mariana sin palabras. ¿Cómo explicarle a una niña que ella era solo una empleada temporal, que su presencia en aquel palacio tenía fecha de caducidad, que no había venido a reemplazar a nadie?
—Tu padre te quiere muchísimo, Fatima —respondió finalmente—. Y estoy segura de que volverá a sonreír cuando esté listo. Mientras tanto, podemos seguir creando momentos felices como el de hoy, ¿te parece?
La niña asintió, aparentemente satisfecha con la respuesta, y se alejó para ayudar a su hermano a recoger los últimos materiales.
Esa noche, después de acostar a los niños, Mariana se retiró a su habitación con una mezcla de emociones contradictorias. Sacó el pequeño diario que había traído desde México y escribió bajo la tenue luz de la lámpara:
*"No vine a enamorarme. No vine a llenar el lugar de nadie. Pero... ¿cómo no sentir cuando ellos me abrazan como si les faltara algo? Fatima y Sami han comenzado a abrirse como flores del desierto tras la lluvia, revelando corazones hambrientos de afecto. Y él... Khaled... tan distante y a la vez tan presente en cada rincón de este palacio, en los ojos de sus hijos, en las conversaciones susurradas de los sirvientes.*
*Hoy sentí que alguien nos observaba en el jardín. Una presencia que desapareció tan rápido como llegó. ¿Habrá sido él? ¿Habrá visto a sus hijos reír como niños normales, sin el peso de la etiqueta y las expectativas?*
*No debería importarme tanto. En cuatro meses volveré a México, a mi vida, a mis alumnos de preescolar. Esto es solo un paréntesis, una aventura temporal.*
*Entonces, ¿por qué me duele pensar en dejarlos?"*
Cerró el diario y lo guardó bajo su almohada. El corazón comenzaba a ceder, aunque la razón aún peleaba. Afuera, el viento del desierto susurraba secretos contra las ventanas, como si quisiera advertirle que en Alzhar, bajo el cielo estrellado, nada era tan simple como parecía.