De regreso al hospital, siento que camino con algo atorado en el pecho. Entro a la habitación y los encuentro: Derek sentado al lado de la cama y Liam más animado de lo que esperaba.
Oigo cómo mi hermano le cuenta una de sus “hazañas” —esas historias medio inventadas que siempre logra convertir en aventuras heroicas— y Liam se ríe, sus ojitos azules brillando por primera vez desde que todo empezó. Es un alivio pequeño.
Cuando me ve entrar, Derek se pone en pie con rapidez.
—Lleva un rato despierto —me dice Derek, pero hay algo en su voz que me preocupa.
No pregunto qué pasó mientras no estuve. Solo me siento despacio en la silla junto a la cama y tomo la mano de mi hijo. Está somnoliento; me mira con esos ojos aún a medio cerrar y su primera frase me atraviesa como una aguja.
—Mami… ¿dónde fuiste? — pregunta con esa voz todavía arrastrada por el sueño—. ¿Me trajiste gelatina? Las enfermeras solo me dan sin sabor. Quiero la de colores, como la que haces tú.
Un nudo me aplasta la garga