Amanece, y el hospital huele a desvelo. No recuerdo haber cerrado los ojos en toda la noche. He pasado cada minuto aferrada a la mano de Liam, observando cómo respira, temiendo que en cualquier momento el monitor muestre algo distinto.
El cansancio se me pega a la piel, pero no me importa. Solo quiero verlo abrir los ojos y pedirme otra vez gelatina de colores.
Es entonces, cuando la luz del sol apenas se filtra por la ventana, que el teléfono vibra en mi bolsillo. El sonido corta el silencio como un disparo. Me sobresalto por ello.
Lo saco y veo en la pantalla el nombre del "Gerente Ramírez".
—¿Sí? —respondo casi en un susurro.
—Mitchell, necesito que se presente a trabajar —su voz suena seca, sin una pizca de empatía. — Si no, considérate despedida.
Trago saliva, miro a Liam que sigue dormido.
—Señor Ramírez, esperé… ya le conté ayer mi situación, —aprieto el celular contra mi oído—, no me fui del trabajo por capricho. Mi hijo sigue hospitalizado, él no está bien.
—Si tanto neces