Desde que la princesa llegó, el alba en el castillo de Luna Eterna era diferente. Los copos de nieve se veían más brillantes, el viento soplaba suavemente entre las viejas paredes y los estándares abiertos y cerrados de la luna ondeaban espléndidos en la cúspide de las torres. Cada parte del reino se despertaba al rumor de una única verdad: la heredera había vuelto.
Los días posteriores a su regreso fueron una combinación de sorpresa, añoranza y aprendizaje. Aria Blackwood recorría los pasillos del palacio cada mañana, tratando de identificar los lugares que su memoria empezaba a recobrar poco a poco. El canto de los pájaros al amanecer, el olor de los jardines cubiertos de nieve, la piedra blanca... todo le parecía conocido, como si su alma hubiera estado allí mientras su cuerpo se alejaba del norte.
La reina Seraphine siempre insistía en ser su acompañara en cada una de sus travesías. Le enseñaba las estatuas de sus ancestros, los retratos viejos y los salones de música. En el pas