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El apartamento olía a humedad y abandono. Isabella cerró la puerta con el pie mientras sostenía el peso de León contra su cuerpo. La sangre había empapado la camisa de ambos, formando una segunda piel pegajosa y caliente que se enfriaba con cada minuto que pasaba.

—Aguanta —susurró ella, arrastrándolo hasta el sofá desgastado—. Por favor, aguanta.

León apenas respondió con un gruñido. Su rostro, normalmente impenetrable, se había convertido en una máscara de dolor. La herida en su costado no dejaba de sangrar, y el improvisado vendaje que Isabella había hecho con su chaqueta estaba completamente empapado.

El apartamento era uno de los refugios de emergencia que León tenía distribuidos por la ciudad. Un lugar anónimo, pagado con dinero en efectivo bajo un nombre falso. Nadie los buscaría allí, pero tampoco había nadie que pudiera ayudarlos.

Isabella corrió al baño y vació el botiquín sobre el lavabo. Alcohol, gasas, vendas, un kit de sutura básico. No era suficiente, pero tendría que b
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