El silencio que siguió al ataque era casi tan violento como el ataque mismo. Sentada en el sofá de la sala segura, observaba a León moverse por la habitación con esa precisión mecánica que adoptaba cuando su mente trabajaba a toda velocidad. Sus nudillos seguían magullados, con costras de sangre seca que no se había molestado en limpiar. No era su sangre, y ambos lo sabíamos.
—Necesitamos hablar de lo que pasó —dije finalmente, rompiendo el silencio que se había instalado entre nosotros desde hacía horas.
León se detuvo frente al mapa que había desplegado sobre la mesa. Sus ojos, esos ojos que podían pasar del hielo al fuego en cuestión de segundos, se clavaron en mí.
—¿De qué parte exactamente? ¿De cómo casi te matan por mi culpa? ¿O de cómo maté a dos hombres con mis propias manos?
Su voz sonaba áspera, como si cada palabra le raspara la garganta al salir. Me estremecí, pero no aparté la mirada.
—De la parte en la que sigues ocultándome información —respondí, levantándome para acerc