El regreso a la cabaña con la tribu de Naya fue como un suspiro después de la tormenta.
La calma nos envolvía con un abrazo cálido, un breve respiro después de tanto dolor, lucha y huidas.
Los días transcurrían entre risas, entrenamiento y reencuentros. Los pobladores nos recibieron con los brazos abiertos, como si nunca nos hubiéramos ido. Por un momento, quise creer que la sombra que nos perseguía se había disipado.
Comenzamos a reconstruir. A sanar heridas.
Aldan crecía fuerte, y aunque aún era un niño, su energía era la de un pequeño guardián. Sus ojos dorados brillaban con una intensidad que a veces me robaba el aliento.
Podía sentir la bendición de su abuela envolviéndolo como un escudo invisible. Había algo sagrado en él… algo que ni siquiera los más sabios de la tribu podían explicar. Ni la misma Naya.
Pero la naturaleza tiene sus propias leyes. Y en estas tierras donde la luna guía a los guerreros, la paz s