La tarde se cernía sobre la casa de Dimitrix, una vasta y elegante propiedad de diseño moderno con ventanales que se abrían a un paisaje boscoso. Las cajas de Isabella, sorprendentemente pocas tras la debacle con Alejandro, se amontonaban discretamente en la sala de servicio. A pesar del lujo circundante, Isabella se sentía como una pieza transplantada, fuera de lugar y en duelo.
Isabella estaba de pie junto a la ventana panorámica, con la mirada perdida en la línea de árboles. Había una soledad abrumadora en esa vista perfecta, una soledad que el nuevo anillo de oro blanco en su dedo solo acentuaba.
La abuela, que había estado desempacando tazas con la diligencia de una hormiga, se acercó despacio.
—Hija, ¿estás bien?
Isabella se giró, forzando la sonrisa que tan bien había ensayado en los últimos días. Era la única manera de interactuar sin derrumbarse.
—Sí, abuela. Estoy bien —respondió, suavizando la voz—. Solo que un poco triste aún; la extraño mucho.
La abuela, que no tenía nada