Una semana se había escurrido, lenta y dolorosa, desde el entierro de Eva. Para Isabella, el luto era una niebla densa; para Dimitrix, una oportunidad. El aire frío y formal del Registro Civil contrastaba con la mentira candente que estaban a punto de sellar.
Isabella vestía un sencillo traje de chaqueta negro, no por elegancia, sino por la sombra aún presente del luto. Sus ojos, aunque menos hinchados, portaban una tristeza profunda que ninguna sonrisa forzada podía ocultar. Dimitrix, a su lado, era la imagen de la pulcritud calculada; su traje oscuro hecho a medida parecía la armadura de un estratega.
Solo tres personas presenciaban la ceremonia: la pareja y la abuela de Dimitrix, cuyo rostro rebosaba una felicidad genuina y radiante. Era la única persona en la sala que creía en la autenticidad de ese compromiso.
El juez, un hombre de maneras aburridas y voz monótona, procedió con la lectura protocolaria de los votos y las obligaciones.
—...y por ello, al no existir impedimento lega