Isabella subió a su auto con el corazón hecho pedazos. No sabía cómo había tenido fuerzas para conducir, pero lo hizo. Durante tres horas, la carretera fue su única compañía, una línea infinita que la acercaba a la casa de su madre.
El dolor le pesaba tanto que en un momento no pudo más. Estacionó a un costado del camino, apagó el motor y salió del vehículo tambaleándose. El aire frío de la noche le golpeó el rostro, pero no la despertó de su tormento.
Se llevó las manos a la cabeza y un grito desgarrador brotó de lo más profundo de su alma.
—¡Ahhhhhh! ¡Cómo pude ser tan idiota! —clamó al cielo, su voz quebrada—. ¿Cómo pude creer en ese hombre? ¿Qué voy a hacer ahora?
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Bajó la mirada y vio el anillo de matrimonio brillando en su dedo. Lo arrancó con brusquedad, lo sostuvo un instante en la palma de su mano y, con un gesto lleno de rabia, lo arrojó lejos, hacia la oscuridad de la carretera.
Sus rodillas cedieron y cayó al suelo, llorando amargamente. Golpeó la tierra con las manos, como si quisiera sacar de sí la angustia que le devoraba el pecho.
Un largo suspiro la obligó a tranquilizarse. Secó sus lágrimas con torpeza y alzó la cabeza. A su alrededor, los autos pasaban sin detenerse, indiferentes, mientras el sonido constante de los motores se mezclaba con el eco de su llanto.
Isabella respiró hondo, obligándose a ponerse de pie. Dio pasos lentos hasta su auto, abrió la puerta y se dejó caer en el asiento.
Encendió el motor, tratando de convencerse de que debía seguir adelante. Pero cuando bajó la mirada al tablero, notó la aguja marcando en rojo.
Gasolina. Estaba a punto de quedarse varada y condujo hasta la estación de gasolinera.
Isabella estacionó el auto en la gasolinera. El sonido del surtidor llenando el tanque se mezclaba con el eco de su respiración agitada. Había llorado tanto que sentía la garganta seca. Al entrar a la tienda, trató de recomponerse, pagó y salió, dispuesta a seguir su camino.
Retrocedió con el coche… y un estruendo metálico la sacudió.
—¡Dios mío! —exclamó, frenando en seco. Su corazón palpitaba como un tambor.
Bajó corriendo, llevándose las manos a la cabeza. Detrás del auto, una moto negra, brillante, había caído de costado.
El dueño, un hombre alto, de mirada oscura y chaqueta de cuero, se acercaba con el ceño fruncido, el teléfono aún en la mano.
—¡¿Qué demonios hizo?! —bramó con voz grave y autoritaria—. ¿Acaso no se fija por dónde maneja, mujer estúpida?
Isabella lo miró con los ojos vidriosos, sintiéndose atacada cuando ya no podía soportar nada más.
—Lo… lo siento —balbuceó—. No fue mi culpa, yo no… no me di cuenta. El auto retrocedió, no sé en qué momento… ¡Dios mío!
—¡No se dio cuenta! —el hombre la interrumpió, señalando la moto en el suelo—. Claro, porque seguramente iba soñando despierta.
—¡Ya le dije que lo siento! —replicó Isabella con un nudo en la garganta—. Le daré dinero, lo que sea para reparar su moto.
Él la miró con desprecio, su mandíbula marcada tensándose aún más.
—Olvídelo —escupió con desdén—. No necesito su dinero.
—Por favor, acéptelo. —Isabella extendió las manos temblorosas—. No quiero problemas, ya bastante tengo.
Él dio un paso hacia ella, imponente, y bajó la voz como un rugido contenido:
—Le dije que no quiero su dinero, mocosa.
Isabella lo miró, herida por el insulto.
—¡Oiga! —su voz se quebró, entre rabia y cansancio—. Ya me disculpé y le estoy ofreciendo arreglarlo. ¿Qué más quiere de mí?
En un movimiento inesperado, el hombre la sujetó del brazo y la atrajo hacia él. El aire entre ambos se cargó de tensión. Isabella apenas tuvo tiempo de abrir la boca para protestar cuando sus labios fueron cubiertos por los de él en un beso brusco, arrebatado, que la dejó sin aliento.
Ella lo empujó con todas sus fuerzas, los ojos abiertos de par en par.
—¡¿Está loco?! —gritó, llevándose una mano a los labios—. ¡No tiene derecho!
El hombre sonrió de medio lado, una chispa peligrosa brillando en su mirada.
—Ahora sí estamos a mano —dijo con calma insolente, como si todo lo ocurrido fuera un simple juego.
Isabella retrocedió, temblando de ira.
—¡Usted es un desgraciado!
Él dio un paso hacia ella, sin borrar esa sonrisa desafiante.
—Y tú una mujer distraída que casi arruina mi moto. Considera ese beso… un castigo.
Isabella lo fulminó con la mirada, los labios aún temblándole.
—¡Lo voy a denunciar! —amenazó.
El hombre encogió los hombros, tomó su moto con facilidad y la levantó como si no pesara nada.
—Haz lo que quieras —respondió, sin dejar de mirarla—. Pero recuerda bien mi cara… porque no será la última vez que me veas.
Encendió la moto, el rugido del motor llenó el lugar y se alejó, dejándola con el corazón desbocado, entre la indignación y una extraña sensación que no quería admitir.
Isabella se quedó allí, paralizada. Había perdido a su esposo, a su amiga, a su hogar… y ahora un desconocido irrumpía en su vida con la fuerza de un huracán.
Isabella aún llevaba el corazón hecho trizas cuando subió a su auto y condujo rumbo a la casa de su madre, a tres horas de distancia. El camino se hacía eterno, cada kilómetro una punzada en el pecho.
Sacó el teléfono y marcó el número de su madre. Una, dos, tres veces. Nada.
—¿Mamá? ¿Por qué no respondes? —susurró con un nudo en la garganta. Volvió a insistir y el silencio del buzón de voz fue lo único que obtuvo.
Isabella soltó un suspiro largo, de esos que pesan.
—Necesito escucharte, mamá… —murmuró mientras apretaba el volante.Guardó el teléfono, conteniendo las lágrimas, y siguió conduciendo. Una hora más de camino la separaba de lo único que sentía como hogar. Pero pronto, el estómago le rugió y, al ver un restaurante de carretera, decidió detenerse.
Aparcó su auto, apagó el motor y justo cuando se disponía a bajar, sus ojos se toparon con algo que le heló la sangre: aquella motocicleta negra que ya conocía demasiado bien.
—No… otra vez no —dijo entre dientes.
—No puede ser… —susurró, y al girar vio, efectivamente, al mismo hombre con el que minutos antes había discutido con ella en la gasolinera.
Él ya la había visto también. Caminó hacia ella con una sonrisa torcida.
—¿Me estás siguiendo? —preguntó con ironía.
Isabella bufó, cruzándose de brazos.
—¿Seguirte a ti? Claro que no, imbécil.Él soltó una carcajada ronca, disfrutando de su atrevimiento. Pero entonces, una voz femenina interrumpió:
—¡Dimitrix! ¡Ya estoy aquí!
Ambos voltearon. Una mujer mayor, de cabellos plateados y mirada enérgica, avanzaba hacia ellos. Isabella arqueó una ceja.
—Parece que te llaman, Dimitrix —dijo ella con frialdad.
El hombre sonrió, aunque sus ojos se clavaron en ella con determinación.
—Por haber dañado mi moto, tienes una deuda conmigo.—¿Dinero? —Isabella sacó con torpeza su bolso—. Si es eso, puedo pagarte ahora mismo.
Él tomó su mano antes de que sacara su dinero. Su contacto fue firme, casi posesivo.
—No quiero tu dinero. Quiero que te hagas pasar por mi novia… mi futura esposa.Isabella abrió los ojos de par en par.
—¿Qué? ¿Estás loco? Ni siquiera te conozco.Antes de que pudiera apartarse, la mujer mayor llegó hasta ellos con una sonrisa amplia.
—Hijos, los estoy esperando.—Abuela —Dimitrix fingió calma—. Ya íbamos, abuela, solo que Justo estaba cortejando a mi futura esposa. Ella es… —Se detuvo en seco, porque no sabía el nombre de Isabella.
Ella lo fulminó con la mirada, pero entendió en un segundo que estaba atrapada en su juego.
—Isabella Torres. Encantada —dijo con una sonrisa fingida.—Eso, abuela. Isabella. Vamos a comer algo —intervino Dimitrix, tomándola del brazo.
Isabella apretó los dientes mientras lo seguía hasta la mesa.
—¿En serio? ¿Crees que soy actriz? —susurró envenenada.—Solo actúa —replicó él, divertido—. No lo hagas tan difícil.
Se sentaron frente a la abuela, que los observaba con ojos chispeantes.
—Y bien, ¿para cuándo es la boda? —preguntó la anciana, sin rodeos.Isabella casi se atraganta con el agua que bebía.
—¿La boda?—Abuela, aún no hemos puesto fecha… —dijo Dimitrix, aclarándose la garganta.
Isabella, contra todo pronóstico, sonrió con educación.
—Sí, todavía estamos… conociéndonos. Es muy pronto para hablar de eso. No cree.La anciana golpeó suavemente la mesa con su bastón.
—Muy pronto, nada. Quiero verlos casados cuanto antes. Mañana mismo, si es posible.—¿Qué? —exclamaron los dos al unísono.
—Ya lo dije —sentenció ella—. Mi salud no me dará mucho tiempo, y quiero ver a mis bisnietos antes de partir.
Isabella sintió que el suelo se abría bajo sus pies. ¿Cómo había pasado de llorar por una traición a estar comprometida, aunque fuera en apariencia, con un completo desconocido?
Su mirada se cruzó con la de Dimitrix, y en esos ojos intensos no había ni rastro de duda.
Él ya lo había decidido.