Alejandro arqueó una ceja, sin inmutarse. Incluso dejó escapar un siseo burlón.
—¿Tu casa? —repitió con sorna—. Isa, no te confundas. Esta casa la compré yo. Si alguien tiene que irse, eres tú.
Las palabras le atravesaron el pecho. Isabella parpadeó incrédula, sintiendo cómo la rabia y la humillación le quemaban la piel.
—¿Qué dices? —susurró, la voz rota—. ¿Cómo te atreves a echarme de la casa que yo convertí en un hogar?
Olga, aún ajustándose la blusa, dio un paso al frente con una sonrisa venenosa.
—Acepta la realidad, querida —dijo, modulando cada sílaba con deleite—. Siempre fuiste un estorbo entre Alejandro y yo. Tenías tu taller, tus diseños, tu vida de “mujer perfecta”. ¿Qué más querías?
Isabella giró hacia ella con una mirada afilada como un cuchillo.
—Lo tenía todo… excepto un esposo fiel y una amiga leal. —Sus labios temblaron—. ¿Así es como pagas mi confianza?
Olga no bajó la mirada. Al contrario, la sostuvo con orgullo.
—Alejandro nunca debió casarse contigo —soltó como una sentencia—. Siempre fue mío. Solo estaba esperando el momento de regresar a donde pertenece.
Alejandro la observó, sin vergüenza, con un vaso de whisky que había servido con total calma. Dio un sorbo y dejó el vaso sobre la barra con un golpe seco.
—Nada de esto estaría pasando si me hubieras llamado —dijo, sin pizca de arrepentimiento.
Isabella lo miró como si no lo reconociera.
—¿Me culpas a mí? —rió con amargura—. ¡Qué descaro! No fue mi silencio el que abrió mi cama a otra mujer, Alejandro. ¡Fuiste tú!
Él se encogió de hombros, con una indiferencia que heló el ambiente.
—Isabella, ¿acaso crees que te estoy pidiendo perdón? Además, nunca estabas en casa, siempre estás ocupada con tu trabajo, tus diseños, y te olvidaste que tenías un esposo.
La frase cayó como un mazazo. Isabella sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. El hombre con el que había soñado toda una vida ya no estaba ahí: frente a ella había un extraño, soberbio y cruel.
La rabia le estalló en el cuerpo. Agarró la lámpara más cercana y la lanzó contra el suelo. El estruendo de cristales rotos sacudió la estancia.
—¡Maldito seas! —gritó lanzando una lámpara—. ¡No soy yo la que debe irse, son ustedes!
Alejandro esbozó una sonrisa torcida.
—Tranquila, Isa. No ganas nada destruyendo cosas. Todo lo que rompas, puedo reemplazarlo nuevamente.
—¡Con dinero no compras dignidad, Alejandro! —bramó ella—. ¡Ni lealtad, ni amor!
Olga dio un paso más, erguida como si la escena fuera su coronación.
—Ya basta —dijo con desdén—. Es hora de que aceptes que perdiste. Esta casa es nuestra ahora. Así que haz tus maletas y lárgate. Yo soy la señora aquí.
Isabella la miró, y sus lágrimas se convirtieron en fuego.
—No me dirijas la palabra, zorra —escupió—. Eres la peor clase de mujer: aquella que roba lo que nunca le perteneció.
Olga palideció un instante, pero enseguida recuperó la compostura.
—¿Robar? —rió—. Alejandro siempre fue mío. Tú solo fuiste un error en su camino.
La tensión estalló como pólvora. Isabella avanzó hacia ella con paso firme, y Alejandro tuvo que interponerse para detenerla.
—¡Basta, Isabella! —gruñó, sujetándola del brazo—. No me obligues a perder el respeto que me queda por ti.
Ella lo miró directamente a los ojos, con el alma hecha pedazos.
—¿Respeto? —susurró, con un hilo de voz cargado de veneno—. Tú no sabes lo que significa esa palabra.
Alejandro bajó la vista un instante, incómodo, pero enseguida recuperó su arrogancia.
—No voy a disculparme —dijo, rotundo—. No pienso perder lo que quiero porque tú no sepas manejar la verdad.
Isabella lo soltó de un empujón. Sus lágrimas caían, pero su voz sonó firme, decidida, como nunca antes.
—Te equivocas, Alejandro. No soy yo la que pierde… son ustedes. Porque lo que yo construyo con mis manos, con mi talento, no lo puede destruir ninguna traición.
Tomó su bolso y la carpeta de diseños del estudio. La cerró como quien sella un ciclo. Olga abrió la boca para burlarse, pero Isabella la fulminó con la mirada.
—Disfruta tu victoria, Olga. Es lo único que tendrás, porque nunca serás más que la sombra de lo que yo fui.
Se giró hacia Alejandro, el hombre que una vez amó, y pronunció las palabras que sellaron el fin:
—Mi madre tenía razón… siempre fuiste un hombre vacío. Y ahora lo confirmo. No te perdonaré jamás.
Sin mirar atrás, Isabella abrió la puerta. El golpe seco al cerrarla resonó como una sentencia definitiva. Afuera, la noche la recibió con frío, pero también con la promesa de un nuevo comienzo.
Dentro, en cambio, quedaban dos amantes unidos por la traición… y por el vacío que ella había dejado.
La puerta se cerró tras Isabella con un portazo seco. Caminó hacia el coche con pasos firmes, aunque por dentro se desmoronaba.
—¡Isabella! —la voz de Alejandro retumbó detrás de ella.
Olga intentó detenerlo, tomándole del brazo.
—¡Alejandro, no vayas! —suplicó.
Él la fulminó con la mirada, frío, implacable.
—Suéltame, Olga.
Ella obedeció, resentida, mientras Alejandro corría tras Isabella. La alcanzó justo cuando ella intentaba abrir la puerta del auto. Le sujetó el brazo con fuerza.
—¡Espera! —dijo con urgencia—. No te vayas así, hablemos. Podemos solucionar esto.
Isabella lo miró con el rostro desencajado, lágrimas mezcladas con rabia.
—¡Suéltame! —exigió, apoyándose contra la pared para no derrumbarse.
Alejandro la observó en silencio un instante, y su voz bajó de tono, grave, casi susurrante.
—Nunca te había visto así… —dijo—. Tan vulnerable, tan llena de furia. Te ves tan… bella. Me excita verte así.
Isabella abrió los ojos con incredulidad.
—¿En serio? —dijo con asco—. ¿Eso es lo que ves? ¿Belleza en mi dolor? Eres una basura de hombre, Alejandro. ¡Me das náuseas!