Capítulo 2
Punto de vista de Maximiliano

La puerta retumbó a mis espaldas mientras me reclinaba contra la fría pared, deslizando una mano por mi cabello. La frustración oprimía mi pecho y la ira giraba dentro de mí, como una tormenta indomable. El destino me había traicionado; debía haber casado con Sara, no con su hermana, esa pérfida Eva.

En cada mirada hacia Eva encontraba el reflejo de la traición de mi abuelo, la manipulación de mi familia y la red de mentiras que me habían atrapado en ese matrimonio. Lo más indignante era su fingida inocencia, como si ella misma no fuera cómplice del plan urdido entre mi abuelo y su padre, pero la conocía demasiado bien para creer en su falsa candidez. Las verdaderas víctimas éramos Sara y yo, no ella.

Aunque intentaba endurecer mi corazón, algo inexplicable me atraía hacia ella. Aquellos ojos marrones y el temblor de sus manos durante los votos me perseguían. ¿Sería auténtico aquel miedo? ¿Acaso ella también era una pieza más en este juego, como yo, o simplemente interpretaba su eterno papel de víctima?

Sacudí la cabeza, desechando tales pensamientos. No, Eva simplemente era una manipuladora dispuesta a hacer cualquier cosa por conseguir sus caprichos. Aun siendo consciente de mi amor por Sara, había engatusado a mi abuelo para inclinar la balanza a su favor, usando el afecto que él le profesaba, ya que ella siempre había sido su ángel predilecto.

Me dirigí hacia la sala para escapar del bullicio de aquella casa, de la noche, de la asfixiante sensación de cautiverio, pero las palabras de mi abuelo aún resonaban en mi mente.

—Te hace falta Eva, Maximiliano. Ella es fuerte, lista, y hará lo que sea necesario para cuidar de esta familia, mientras que Sara solo sería un problema. Ya me lo agradecerás después.

Apreté los dientes. ¿Agradecerle? ¿Por obligarme a casarme con quien no quería? ¿Por escoger a la hermana que no amaba?

Mis pasos retumbaban en el pasillo vacío mientras avanzaba como un león herido. Anhelaba aire, espacio, cualquier refugio para huir del peso del apellido familiar y de aquellas responsabilidades jamás solicitadas.

Llegué a la terraza donde la brisa nocturna apenas mitigaba el fuego de mi ira. Apoyado en la barandilla, contemplé el vasto jardín desierto. La pálida luz lunar bañaba los terrenos, sin lograr disipar la oscuridad que crecía en mi interior.

Durante años había vivido bajo la sombra de mi abuelo, complaciendo sus deseos. Creí que aprobaba a Sara, pero al anunciar mis intenciones matrimoniales, impuso a Eva como mi futura esposa.

Sara, por quien sentía una innegable debilidad, era un libro abierto para mí. En cambio, Eva era manipuladora e indómita. No tenía nada que ver con la serenidad y mesura de su hermana, por lo que la idea de vivir con semejante mujer me resultaba intolerable.

***

En el interior, la celebración proseguía: familiares, amistades, socios, todos festejaban una unión cimentada en engaños. Lo detestaba, aborrecía aquellas sonrisas fingidas que celebraban nuestra farsa matrimonial. Nadie en aquel salón sentía genuina preocupación por Eva o por mí; solo les importaba la alianza comercial sellada con nuestros votos.

Cerré los puños con fuerza al evocar la imagen de Eva recorriendo el pasillo nupcial, con aquella mirada de aparente temor, sin alegría ni dicha, solo resignación. Por un instante, imaginé que ella daría media vuelta y huiría. En el fondo, lo deseaba. Pero no lo hizo y ahora el lazo nos unía irremediablemente, para bien o para mal.

De repente, percibí unas pisadas suaves aproximándose desde atrás.

—Max —la voz de Sara quebró el silencio. Una voz dulce que, bajo su apariencia tierna, escondía una nota quebradiza. Siempre me encontraba cuando más soledad necesitaba.

Guardé silencio, sin estar dispuesto a seguir sus juegos. Se acercó más, su perfume inundó el ambiente con una fragancia que antes adoraba, pero que ahora solo evocaba todas las formas en que nuestras vidas se habían torcido.

—No tienes que fingir, ¿sabes? —dijo con voz baja—. Este matrimonio es una broma y todos lo saben.

Me giré para enfrentarla, entrecerrando los ojos. —¿Qué quieres, Sara?

Sonrió con suficiencia, dando un paso más cerca, sus ojos brillaban con un toque de satisfacción. —Sabes lo que quiero, Max. No tienes que ser leal a Eva, ese matrimonio es solo una formalidad, un acuerdo de negocios. Tú y yo... todavía podemos estar juntos, nadie tiene que saberlo.

Me reí con amargura. —¿En serio crees que voy a seguir contigo? ¿Después de todo lo que pasó?

Su sonrisa flaqueó, pero se recuperó rápidamente. —Vamos, Max. Ambos sabemos que Eva no significa nada para ti. No es nada para esta familia, ni le debes nada.

Una chispa de rabia se encendió en mi interior. Era cierto que no le debía nada a Eva, pero traicionarla y hacer de ese matrimonio una farsa aún más grande, despertaba en mí un sentimiento inexplicable que me incomodaba.

—Tampoco te debo nada a ti. —respondí con una frialdad que ni yo mismo esperaba.

Sara entrecerró los ojos y avanzó un paso hacia mí, con una mirada penetrante. —¿Ya se te olvidó, Max? Yo te salvé cuando ibas a caer de ese puente, cuando todavía éramos niños. Así que me debes una.

Sus palabras me atravesaron. Aquel día permanecía vívido en mi memoria: Sara me había salvado, un gesto que siempre interpreté como el presagio de un vínculo profundo entre nosotros. Ahora, la culpa me invadía mientras luchaba contra mis emociones contradictorias.

Intenté responder, pero antes de poder pronunciar palabra, ella giró sobre sus talones y se alejó con sollozos que estremecían su espalda. —Eres un ingrato. —murmuró sin voltear.

Estiré mi mano, pero ella continuó su camino sin mirar atrás. Una mezcla de culpa y frustración me asfixió al verla alejarse. Las palabras pronunciadas ahora pesaban como plomo en mi conciencia.

Me dirigí al bar, huyendo de la mansión. Anhelaba que el alcohol diluyera la farsa de mi matrimonio y la traición de mi abuelo, buscaba olvidar, calmar el dolor que me consumía. Cada sorbo de aquel ardiente líquido me alejó del naufragio de mi vida, difuminando por instantes la realidad de mi existencia y brindándome un fugaz respiro de paz.

Tras horas de embriaguez, me incorporé con la vista nublada y tambaleándome, para regresar a casa. La mansión había quedado desierta, sin rastro de invitados. El licor dominaba mis sentidos, y al abrir la puerta, en lugar del vacío que esperaba encontrar, vi a Eva acurrucada al borde de la cama, de espaldas a mí, con el vestido arrugado a su alrededor y el velo abandonado en el suelo.

Su vestido, elevado hasta el muslo, despertó un deseo incontrolable en mí. La razón se desvanecía mientras la pasión crecía, arrebatándome todo dominio sobre mí mismo. Después de todo, el vínculo matrimonial nos unía, aunque ella no lo hubiera elegido. La culpa no era mía sino de quien había destruido mi vida y manipulado a mi abuelo.

—Max, estás borracho. —me dijo Eva en el momento en que me vio caminar hacia ella.

Contemplé a Eva. Algo inexplicable en ella me atraía tanto que posé mis labios sobre los suyos, descubriendo un sabor incomparable, suave y dulce, como fresas.

Eva se apartó del beso, mirándome con ese miedo que siempre mostraba. Sin poder controlarme, la empujé sobre la cama, rasgando su vestido y subiendo encima de ella.

—Max, por favor no hagas esto... —gritó Eva, pero el alcohol nublaba mi juicio, e ignorando sus súplicas, entré en ella.

—No, por favor... por favor, soy virgen. —suplicó, pero hice oídos sordos a su ruego mientras la penetraba bruscamente.

—¿No eres una zorra? Pues te voy a tratar como tal. —le susurré al oído mientras seguía embistiéndola.

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