—¿Y lo creíste? —preguntó con amargura—. ¿Tan poco valía tu amor por mí? ¿Ni siquiera dudaste de ella? ¿Ni siquiera me buscaste antes de juzgarme?
Todo el tiempo había cargado con el resentimiento equivocado, con la versión manipulada de una madre que solo pensaba en su apellido y en los intereses de la familia Carruso.
El silencio que se instaló entre ellos era denso, insoportable. Solo se escuchaba la respiración entrecortada de ambos y, a lo lejos, el eco de la risa de Isaac jugando en el balcón.
Cristina se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se dio la vuelta. No quería que él la viera romperse.
—Ya no importa, Elio —murmuró—. El daño está hecho, y yo cargué con el peso de tu desprecio todos estos años.
Elio dio un paso hacia ella, pero Cristina levantó una mano, deteniéndolo.
—No digas nada —dijo con un hilo de voz—. No quiero tus disculpas. Solo… no vuelvas a lastimar a nuestro hijo con tus palabras. Él no tiene culpa de nada.
Elio la miró, devastado. Su pecho subía y