La tarde caía lentamente en la casa de Ángela. El reloj de la sala marcaba las cinco, y el silencio solo era interrumpido por el leve tic-tac y el murmullo lejano de la televisión apagada hacía rato. Rubén estaba sentado en el sofá, conversando con su madre, cuando la voz cristalina de su hija lo sacó de sus pensamientos.
—Papá… —dijo Aisel, acercándose con pasos firmes—. ¿Es cierto que te vas otra vez?
Rubén la miró sorprendido. La niña lo observaba con ojos ansiosos, esperando una respuesta que quizá temía escuchar.
—Sí, hija —respondió con suavidad, poniéndose de pie para acercarse—. Tengo que volver.
El gesto de Aisel cambió a uno de súplica.
—Papá, ¿por qué no me llevas contigo? Estoy de vacaciones… y me gustaría ir contigo. No quiero que te vayas solo.
Rubén la miró fijamente. Aquella petición le apretó el corazón.
—¿De verdad quieres venir conmigo? —preguntó, acariciándole el cabello.
—Sí —afirmó ella con una sonrisa luminosa—. Quiero estar contigo.
Rubén esbozó una leve sonris