El jardín de la mansión Bianchi estaba cubierto de un verdor impecable, con rosales que se alzaban majestuosos y senderos de piedra que parecían diseñados para invitar a la calma. El sol de la tarde se filtraba entre las hojas, proyectando sombras suaves sobre la grava. Cristina caminaba lentamente junto a su abuelo Lucas, sosteniéndole del brazo con ternura.
El viejo la miraba de reojo, feliz de tenerla a su lado después de tanto tiempo, aunque en su interior sentía la nostalgia de los años que se habían perdido entre distancias y silencios.
De pronto, Cristina se detuvo. Su mirada se clavó en un punto del suelo, como si las palabras que llevaba dentro pesaran demasiado.
—Abuelo… —dijo con voz baja, temblorosa—. Tengo que contarte algo. Pero prométeme que no dirás nada.
Lucas arqueó las cejas, sorprendido.
—¿Algo? —repitió, inclinándose un poco hacia ella—. Está bien, hija. Dímelo. Lo que sea, puedes confiar en este viejo.
Cristina respiró hondo. El corazón le latía con fuerza, como