Bajaron por el ascensor privado. La salida fue por la puerta trasera del edificio, sin pasar por la recepción principal. En la calle, Elena llamó a un taxi.
Llegaron a "El Viejo Puerto", un bar modesto, con poca luz, mesas de madera gastada y el olor persistente a humedad, tabaco y whisky añejo. Un lugar real, lejos del lujo aséptico de la vida de Óscar.
Se sentaron en un reservado de cuero desgarrado en una esquina. El camarero, un hombre de edad avanzada con un bigote gris, se acercó.
—Un servicio completo de Jameson, por favor —pidió Óscar, saltándose la cerveza.
Elena lo miró con cautela.
—Señor Óscar, ¿está seguro?
—No te preocupes, Elena. Hoy necesito que el fuego me queme desde dentro. Y tú… pide lo que quieras.
Ella pidió solo una copa de vino tinto, para acompañarlo, no para emborracharse. Su mente tenía que estar clara.
Cuando el camarero dejó la botella de whisky y los dos vasos sobre la mesa, el sonido del cristal resonó. Óscar no esperó. Se sirvió una cantidad generosa.
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