– La sangre no miente
La biblioteca de la mansión Caruso siempre había sido un santuario de silencio y poder. Con sus estanterías de caoba que llegaban hasta el techo, repletas de volúmenes antiguos y encuadernados en cuero, y el pesado escritorio de roble que había pertenecido a tres generaciones, el despacho de don José emanaba una autoridad incuestionable.
Aquella mañana, sin embargo, el aire en la habitación no olía a cera de abejas ni a tabaco de pipa, sino a una verdad podrida que llevaba más de tres décadas fermentando en las sombras.
Don José Caruso, el patriarca de la dinastía, estaba sentado en su sillón de respaldo alto. A sus ochenta y dos años, seguía siendo un hombre imponente, aunque las arrugas surcaran su rostro como mapas de antiguas batallas empresariales. Frente a él, sobre el secante de piel verde, descansaba un sobre manila sin marcas. No era grueso, apenas contenía unas pocas hojas, pero José sentía que aquel sobre pesaba más que todo el imperio de concreto y a