El sonido de los neumáticos sobre la grava anunció la llegada de Rubén. Había sido un viaje largo y silencioso, cargado de pensamientos y promesas no dichas. Clara, a su lado, mantenía la vista fija hacia el frente, mientras Aisel dormitaba apoyada en el vidrio del automóvil. Cuando el motor se detuvo frente a la vieja casa familiar, Rubén respiró hondo. Volver a aquel hogar siempre le removía algo dentro: recuerdos de infancia, olor a hogar y el rostro amable de su madre esperándolo en el umbral.
Apenas abrió la puerta, Aisel saltó del asiento y corrió hacia la entrada.
—¡Abuela! —gritó, emocionada.
Ángela, una mujer de mirada dulce y cabello gris recogido con cuidado, extendió los brazos y la recibió con un abrazo cálido.
—Mi niña hermosa… ¡Cuánto has crecido! —dijo acariciándole el cabello—.
Aisel la miró con ternura.
—¿Dónde está mi abuelo? Quiero verlo.
Ángela suspiró, evitando que la preocupación se reflejara en su rostro.
—Está en su habitación, hija. Está un poco cansado, pero