La mansión Kholl, con sus muros de piedra antigua y sus ventanales que reflejaban la luz plateada de la luna, se alzaba majestuosa en la quietud de la noche. El viento susurraba entre los robles del jardín, llevando consigo el aroma de las gardenias que Dalila tanto amaba. Dentro, el silencio reinaba, roto solo por el crepitar del fuego en la chimenea del salón principal. Era una noche que parecía contener el peso de mil palabras no dichas, de miradas furtivas y de un amor que, aunque herido, aún latía con fuerza.
Dalila Weber estaba de pie frente al ventanal, su figura esbelta envuelta en un vestido de seda azul que caía como un susurro sobre su piel. Sus manos temblaban ligeramente mientras sostenía una copa de vino, el reflejo de las llamas danzando en el cristal. Sus ojos, oscuros y profundos, estaban fijos en el horizonte, pero su mente estaba atrapada en un torbellino de emociones. Eria. Siempre Eria. La joven que había crecido junto a Albert, criada como su hermana, pero cuya p