La mansión Kholl, con sus jardines perfectamente cuidados y sus ventanales que reflejaban los primeros rayos del amanecer, había cambiado en los últimos dos años. Lo que alguna vez fue un refugio de elegancia silenciosa ahora vibraba con risas infantiles y el calor de una familia en pleno florecimiento. Dalila Weber, sentada en la terraza con una taza de té de jazmín en las manos, observaba a su hijo, Adrien, corretear entre los rosales. A sus dos años, Adrien era una réplica viviente de Albert Kholl: los mismos ojos grises que parecían contener tormentas y cielos despejados al mismo tiempo, el cabello oscuro que caía en ondas rebeldes sobre su frente, y una sonrisa que podía derretir hasta el corazón más endurecido. Era, sin duda, un niño hermoso, y cada día Dalila se sorprendía de cuánto amor podía caber en su pecho.
Adrien, con sus pequeñas manos aferrando una pelota de colores, reía mientras intentaba perseguir una mariposa que danzaba entre las flores. Dalila sonrió, su corazón h